Él no quiso hacer caso y se dirigió lentamente a su puro santuario. Caminó con hambre de derramar sangre, su cuchillo en mano.
Puso una mano sobre su víctima, mientras que alzaba la otra aquella hoja afilada.
El pequeño dormía inquieto, como si supiera que su fin llegaría, su respiración se agitaba, intentando, sin éxito, despertar.
Una, dos, tres veces insertó el frío metal en el cuerpo del pequeño, cada vez más rápido al oír un suave gemido.
Estaba muerto, sangrando por montones. El deseo estaba satisfecho.
Cuando fuera invitado al ritual nuevamente, diría que no podía, alguna excusa tendría. Eso era seguro.